Ariel Isacovitch llevaba una vida apacible en una pequeña ciudad del interior del país. A pesar de su aparente tranquilidad, tenía una rutina muy activa: le gustaba madrugar para ir al gimnasio, donde se ejercitaba antes de comenzar su jornada laboral en una empresa de tecnología. Allí, lideraba un equipo de desarrolladores que trabajaba en distintos proyectos para diferentes clientes. Pero su pasión verdadera era la música. Desde muy joven, tocaba la guitarra y componía canciones en su tiempo libre. Con el correr de los años, había formado una banda con amigos que se reunía de manera esporádica. Sin embargo, en los últimos meses, Ariel había decido dedicarse de lleno a su música y estaba trabajando en su primer disco en solitario. Para ello, había convertido una habitación de su casa en un estudio de grabación y se encerraba allí durante horas, rodeado de instrumentos y de su ordenador, en busca de la nota perfecta y de las letras que mejor expresaran sus sentimientos. Sabía que no sería fácil, pero estaba convencido de su talento y de que su música llegaría a un público ávido de nuevas propuestas.