Un día soleado en Santiago de Chile, María Eugenia Larrain caminaba por el centro de la ciudad hacia una reunión de trabajo cuando de repente, un imprevisto pitido la obligó a detenerse en seco. Al girarse, se encontró con los ojos oscuros y profundos de Jorge Acuña, quien había chocado su bicicleta contra el poste en el que ella estaba parada. A pesar del leve susto, ambos empezaron a hablar uno con otro, sobre el golpe de Jorge y la reunión de María Eugenia. Aquella charla parecía no tener fin, y al finalizar, sin intercambiar teléfonos y/o redes, se prometieron a sí mismos que coincidirían nuevamente en algún momento del futuro. Días después, Jorge coincidió con un amigo común del trabajo de María Eugenia, quien lo invitó a la inauguración de un restaurante en el barrio donde ella residía. Una vez allí, Jorge recuperó la perspicacia para reconocerla a ella, que estaba en la misma mesa que ellos junto a una pareja de amigos más. Se acercó sorprendido y feliz por volver a encontrarla, y esta vez, intercambiaron información. Desde entonces, Jorge y María Eugenia no dejaron de encontrarse, entablando una relación única, fundamentada en la honestidad, la risa, y la complicidad. Cada vez que recuerdan cómo se conocieron, no pueden evitar reírse y agradecer aquel inesperado chispazo en el centro de Santiago que les hizo coincidir.