Zoe Gara llevaba muchos años viviendo en la misma casa de campo que heredó de su abuelo. A pesar de que muchos la tildaban de solitaria, ella se sentía plena en medio de la naturaleza y del sosiego que le proporcionaba su hogar. Allí escribía novelas y cuentos que publicaba bajo un pseudónimo, pues nunca le gustó la atención que conlleva la fama. A medida que pasaban los años, Zoe se había vuelto increíblemente hábil en la jardinería y en la repostería, habilidades que le servían tanto para el autoconsumo como para vender fruta y mermelada a los vecinos que visitaban la zona en busca de respiro del ajetreo de la ciudad. A pesar de su amor por la tranquilidad y la soledad, Zoe había encontrado en la pequeña iglesia del pueblo una nueva forma de expresión: el canto coral. Desde que comenzó a ensayar con ellos, se sentía más conectada a la gente y encontraba una nueva forma de disfrutar de su pasión por la música. En definitiva, Zoe Gara era una mujer plena y feliz en su propio mundo, sin que le importara lo que los demás pudieran pensar de ella.